Regulación de redes y plataformas: entre la libertad de expresión y la amenaza de deserción democrática

Regulación de redes y plataformas: entre la libertad de expresión y la amenaza de deserción democrática

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Por Ricardo Porto


Existen diferentes modelos y propuestas regulatorias de plataformas y redes sociales. En este artículo se analizarán sólo dos de ellas. La primera es la teoría clásica, por la cual se procuró, fundamentalmente, asegurar la libertad de expresión en dichos medios. La segunda mirada, antagónica, sostiene que esa postura, voluntariamente o no, condujo a una extralimitación del poder de las megaempresas de TIC.”

“Se han presentado dos propuestas regulatorias de plataformas y redes sociales que implican dos líneas de pensamiento antagónicas. Por un lado, la teoría clásica, por la cual se procuró, fundamentalmente, asegurar la libertad de expresión en dichos medios. Originada en las obras de John Stuart Mill y John Milton, Sobre la Libertad y Areopagítica, respectivamente, dichos postulados se consolidaron con la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos. Se materializó luego en el instituto del mercado libre de ideas. Todo este bagaje ideológico fue aplicado a los medios de comunicación tradicionales y luego a los nuevos actores del ecosistema digital. Con el telón de fondo de las ideas de Milton Friedman y Friedrich Hayek en lo económico y de Robert Nozik en el plano jurídico se fue construyendo un esquema institucional que proponía una regulación proclive a la libertad de expresión, o bien, directamente, la ausencia regulatoria, como una forma de asegurar ese derecho.”

“En el otro extremo ideológico, autores como Yanis Varoufakis, Cédric Durand, Shoshana Zuboff, Kate Crawford y Yuval Noah Harari, entre otros, consideran que aquella propuesta legislativa, bajo una concepción maximalista y naif de la libertad de expresión, constituyó una verdadera deserción democrática que condujo a una extralimitación del poder de las megaempresas de TIC. Harari define a este modelo normativo como la idea ingenua de la información. Desde estas miradas, la propuesta regulatoria europea, amplia y abarcativa, es considerada una forma de reinstitucionalizar el espacio digital desde una perspectiva democrática.”

“Parecería que estas dos concepciones ideológicas no representan solamente una discrepancia regulatoria en torno a la libertad de expresión de redes y plataformas, sino que disienten sobre el alcance y significado del propio sistema democrático.

 Regulación de redes y plataformas ¿Apuesta por la libertad de expresión o deserción democrática?

Existen diferentes modelos y propuestas regulatorias de plataformas y redes sociales. En este artículo se analizarán sólo dos de ellas. La primera es la teoría clásica, por la cual se procuró, fundamentalmente, asegurar la libertad de expresión en dichos medios. La segunda mirada, antagónica, sostiene que esa postura, voluntariamente o no, condujo a una extralimitación del poder de las megaempresas de TIC. Consideran que tuvo lugar una deserción democrática.

 

 

Fortalecer la libertad de expresión, regulando poco, o nada…

 

La irrupción de Internet estuvo precedida por un determinado contexto político, económico, social y cultural. La revolución conservadora que encarnó el presidente norteamericano Ronald Regan trajo a la escena nuevos valores. Las naciones desafiadas por las nuevas tecnologías prefieren el riesgo a la seguridad, el individualismo al colectivismo, la prosperidad a la igualdad, afirmaba Guy Sorman, quien advertía que el Estado y sus ideólogos deberían ser las principales víctimas de esta revolución técnica y cultural. Más específicamente, señalaba que “La nueva informática modela pues un tipo de sociedad donde las ideologías de masa serán especialmente inadaptadas e inaplicables. En consecuencia, la revolución conservadora americana, antiestatista, antisocialista e individual no aparece ya como una reacción histórica, sino, por el contrario, como un ensayo de traducción moral, intelectual y política de la innovación tecnológica de este fin de siglo”.[1]

 

Milton Friedman, economista de la Universidad de Chicago, fue asesor del presidente Ronald Reagan y contribuyó a masificar la concepción del libre mercado, convirtiéndola en el dogma de la época. Continuaba la línea de pensamiento de Friedrich Hayek, quien proponía la libertad individual absoluta. En el mundo del derecho, el filósofo y profesor de la Universidad de Harvard, Robert Nozik, publicaba en 1974 su obra cumbre Anarquía, Estado y Utopía, ubicándose como el referente principal del libertarismo jurídico.

 

En 1993 Bill Clinton asume la presidencia de los Estados Unidos. Su vicepresidente, Al Gore, popularizó el término “autopistas de la información” para referirse a la llegada de Internet y las nuevas tecnologías. En esa línea, apostaba al sector privado como motor principal del desarrollo tecnológico y comprometía al gobierno a eliminar o modificar las normas que pudieran impedir la expansión de Internet.

 

Bill Gates, la figura más representativa de la nueva tecnología por entonces, señalaba que “La autopista de la información permitirá a los que producen bienes ver, mucho mejor que nunca con anterioridad, cuales son los deseos de los clientes y permitirá a los clientes potenciales comprar esos bienes más ventajosamente. Adam Smith se sentiría complacido. Pero lo más importante es que los consumidores de cualquier lugar disfrutarán de estos beneficios”.[2]

 

La década del 90 fue la era de las privatizaciones y la desregulación de los servicios públicos. Para muchos estados significó un cambio sustancial en la prestación de los servicios de telecomunicaciones. Según informa la Unión Internacional de Telecomunicaciones, en 155 países el cambio no fue solamente tecnológico, sino que la reforma tuvo su correlato en el dictado de nuevos marcos regulatorios o la modificación parcial de los vigentes. Genéricamente, los cambios producidos introdujeron mayor competencia en el sector, la conformación de organismos reguladores y la privatización del operador principal.

 

En ese marco, la UIT describe los aspectos positivos - y también negativos- de esta tendencia, señalando que “...en todas las regiones del mundo el número de operadores principales privatizados y de inversores extranjeros ha aumentado y seguirá haciéndolo en el futuro. La evolución de la privatización ha permitido a los diferentes países aumentar la inversión privada en sus sectores de telecomunicaciones y beneficiarse con mayor facilidad de la rápida introducción de las nuevas tecnologías y los servicios en sus mercados...Al privatizar y liberalizar la industria de las telecomunicaciones, puede plantearse el peligro de que una serie de entidades privadas lleguen a dominar el mercado con prácticas contrarias a la competencia. Las fusiones y las alianzas pueden afectar significativamente la competencia en cualquier mercado. En las telecomunicaciones este hecho puede verse complicado aún más debido a su dimensión internacional”.[3]

 

No obstante ello, más allá de estas advertencias, la tendencia jurídica de aquella época era posibilitar un escenario jurídico proclive a maximizar la libertad individual o, bien propiciar directamente la ausencia de la regulación.

 

En ese orden de ideas, John Perry Barlow, en 1996, daba a conocer una singular “Declaración de independencia del ciberespacio”. Allí, básicamente, se afirmaba la determinación de impedir todo intento de regulación de Internet. “Gobiernos del Mundo Industrial…No son bienvenidos entre nosotros. No ejercen ninguna soberanía sobre el lugar donde nos reunimos. No hemos elegido ningún gobierno, ni pretendemos tenerlo…No tienen ningún derecho moral a gobernarnos ni poseen métodos para hacernos cumplir vuestra ley…Los gobiernos derivan sus poderes del consentimiento de los que son gobernados. No nos pidieron ni recibieron el nuestro. No los invitamos. No nos conocen, ni conocen nuestro mundo. El ciberespacio no se halla dentro de vuestras fronteras…Vuestros conceptos legales sobre propiedad, expresión, identidad, movimiento y contexto no se aplican a nosotros”.[4]

 

Esa postura abstencionista encontraría, un año después, en 1997, respaldo de la propia Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos. En efecto, el máximo tribunal de ese país dictó una sentencia que sentó un precedente en la materia. Allí se expresaba que “... no se debería sancionar ninguna ley que abrevie la libertad de expresión...la red Internet puede ser vista como una conversación mundial sin barreras. Es por ello que el gobierno no puede a través de ningún medio interrumpir esa conversación... Como es la forma más participativa de discursos en masa que se hayan desarrollado, la red Internet se merece la mayor protección ante cualquier intromisión gubernamental”.[5]

 

Cabe advertir la coincidencia de lo afirmado por la Corte con lo dispuesto en la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, que afirma que el Congreso no hará ninguna ley que coarte la libertad de imprenta. Este criterio, en cierto modo, reeditaba la máxima liberal tradicional que sostiene que: “La mejor ley de prensa es aquella que no se dicta”.

 

Por entonces, se proponía evitar la regulación de la red; o, en el mejor de los casos, generar una normativa que asegurase la mayor libertad posible. Eso era lo que efectivamente sucedía. Por ejemplo, la famosa Sección 230 de la Ley de Decencia de las Comunicaciones establecía que “Ningún proveedor o usuario de un servicio de ordenadores interactivos deberá ser tratado como el publicador o emisor de ninguna información de otro proveedor de contenido informativo”.

 

Esta disposición de 1996 tuvo una importancia superlativa en el desarrollo de las tecnologías de la información y comunicación y generó, además, el ámbito institucional más propicio para la expansión de la libertad de expresión. En este contexto, los buscadores de Internet, categorizados jurídicamente como intermediarios, pudieron desarrollar su actividad con una fuerte protección legal.

 

En esos años, a mediados de la década del 90, se dictaron las primeras normas sobre Internet en nuestro país. En medio del optimismo tecnológico que imperaba en esa época la legislación nacional también ofrecía una mirada que oscilaba entre colocar a Internet fuera de la regulación, o bien asegurar la máxima libertad de expresión en la red.

 

Una de las primeras normas sobre el particular, la Resolución 97/96, dictada por la Secretaría de Comunicaciones, afirmaba que Internet constituye un claro fenómeno “autopoiético” (del griego: autopoios-on, que crece espontáneamente), desarrollado sin el impulso de autoridad regulatoria alguna. Por otro lado, el Decreto 554/97, que declara de interés nacional el acceso a Internet, en sus considerandos, señala “...que Internet representa un claro paradigma de las mejores promesas de la sociedad global; esto es la existencia de un soporte ubicuo, flexible, abierto y transparente para el intercambio y difusión de ideas, información, datos y cultura, sin cortapisas ni censura de ninguna especie”. Finalmente, en el decreto se expresa que esta red mundial no puede ser sospechada, de manera alguna, como un elemento de control social o de indebida injerencia en la intimidad de las personas o familias debido, fundamentalmente, a dos grandes factores constitutivos: su interactividad, y la libre elección de contenidos e información.

 

Posteriormente, en una orientación similar, el Decreto 1279/97 declara comprendido en la garantía constitucional que ampara la libertad de expresión al servicio de Internet, correspondiéndole en tal sentido las mismas consideraciones que a los demás medios de comunicación social. En los considerandos de la norma, entre otras cosas, se cita al mencionado fallo dictado por la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos de América, en “Reno Attorney General of United States v. American Civil Liberties”, del 26 de junio de 1997. Otra norma referida específicamente a Internet, la Resolución 1235/98, dictada por la Secretaría de Comunicaciones, coloca a Internet fuera del contralor público, disponiendo que las facturas emitidas por los Internet Service Provider, ISP, incluyan la siguiente inscripción: “El Estado Nacional no controla ni regula la información disponible en Internet. Se recomienda a los padres ejercer un razonable control por los contenidos que consumen sus hijos”.

 

En mayo de 2005 el Congreso Nacional se sumó a la tendencia reguladora que apostaba por asegurar la libertad de expresión en Internet mediante la sanción de la Ley 26.032. Dicha norma dispone que la búsqueda, recepción y difusión de información e ideas de toda índole, a través del servicio de Internet, se considera comprendida dentro de la garantía constitucional que ampara la libertad de expresión.

 

Años más tarde, en 2014, serán los tribunales quienes ratifiquen los criterios orientados a asegurar la libertad de expresión en Internet. En el célebre caso Belén Rodríguez, por primera vez la Corte Suprema de Justicia de la Nación abordó la responsabilidad de los proveedores de servicios de enlace y búsqueda de contenidos alojados en Internet. La sentencia determinó que no debe exigirse a los intermediarios ejercer el control de los contenidos a los cuales vinculan y desechó que tengan una responsabilidad de tipo objetiva. La sentencia recurre a la metáfora de la biblioteca, en donde se ofrece un listado de libros de diferentes autores. Los intermediarios, según el tribunal, serían una suerte de modernos bibliotecarios. En ese orden de ideas, se consagró la responsabilidad subjetiva; la que nace al momento de ser notificados. Más allá de las diversas observaciones que se le hicieron a la sentencia, la misma aseguró un amplio margen de libertad de expresión en Internet. La doctrina mayoritaria, en términos generales, celebró la consagración de la responsabilidad subjetiva como un elemento central para asegurar la libertad de expresión en Internet.

 

Más allá del respaldo que la legislación y la jurisprudencia ofrecían a Internet, diferentes organizaciones no gubernamentales también sumaban su aporte a la tendencia jurídica que apostaba por la libertad de expresión en la red. Por caso, en 2015, diferentes entidades de la sociedad civil elaboraron los Principios de Manila sobre Responsabilidad de los Intermediarios. Allí, entre otras cosas, se expresa que la responsabilidad de los mismos debe ser establecida por ley. Asimismo, se afirma que los intermediarios deben ser inmunes a la responsabilidad por contenido de terceros si no modificaron dicho contenido y que no tienen responsabilidad objetiva por alojar contenido ilícito de terceros, ni deben ser obligados a monitorear contenido proactivamente. Por otro lado, se exige que la remoción de contenidos sea requerida por orden judicial.

 

Asimismo, en el plano político también imperaba en los comienzos de Internet una visión muy positiva de las nuevas tecnologías de la información y comunicación. Para muchos observadores, la red haría posible la utopía democrática de la comunicación horizontal y la participación en el espacio público a bajo costo. El 15M en Madrid, Occupy Wall Street o la Primavera Árabe, entre otros fenómenos, funcionaron como confirmación de esta potencialidad democrática de Internet. Tenía lugar, por entonces, la esperanza de que las TIC contribuirían a democratizar al mundo, conectando a todas las personas. [6]

 

En síntesis, en todos estos primeros años, en donde se sentaron las bases de la regulación de Internet, existía una visión muy positiva, un tanto naif, de las modernas tecnologías, por lo cual se alternaba entre optar por un rol estatal virtualmente ausente, o bien una legislación decididamente favorable a expandir la libertad de expresión.

 

Más adelante en el tiempo, ya en nuestros días, las políticas públicas orientadas a la desregulación de las comunicaciones vinieron de la mano de la geopolítica.

 

En este orden de ideas, la segunda presidencia de Donald Trump marca el comienzo de una nueva era en la regulación de las TIC. La presencia de los principales titulares de las más importantes empresas de comunicaciones, Meta, Google, X y Amazon, sentados en primera fila, escuchando el discurso de asunción del presidente, representa la imagen del tiempo por venir: la profunda relación entre las grandes empresas tecnológicas y el Estado. Por lo demás, no solo fue un hecho simbólico; los más importantes miembros de ese tipo de empresas ocuparon cargos destacados en la administración estatal.

 

Lo que resulta evidente es que la fusión entre el Estado y las empresas de TIC tiene diversas facetas. Una de ellas es la geopolítica. Como señala Jorge Bravo, el destino manifiesto digital de Donal Trump busca posicionar a Estados Unidos como el centro del mundo tecnológico, en donde las plataformas de Internet sean los nuevos pilares de una estrategia global que combina economía, diplomacia y tecnología. “El concepto de destino manifiesto ha sido tradicionalmente asociado con la expansión territorial de EE.UU. en el siglo XIX. En esta nueva era digital, Trump reinterpreta esta doctrina como una justificación para expandir la influencia estadounidense a través de la tecnología. La idea que subyace es que EE. UU. no sólo debe liderar en términos económicos y militares…también en el ámbito digital mediante el control de infraestructuras críticas, la imposición de estándares tecnológicos y la exportación de valores democráticos como libertad de expresión a través de plataformas digitales y redes sociales. Este destino manifiesto reformulado se traduce en políticas que buscan fortalecer la posición de EE.UU. frente a competidores como China”.[7]

 

La implementación de este tipo de políticas, entre otras cosas, conduce a la desregulación del sector. Al respecto, cabe señalar como un dato por demás elocuente que en su primer día de gestión el presidente Donald Trump dictó una orden ejecutiva destinada a expandir la libertad de expresión. “Restaurando la libertad de expresión y terminando con la censura federal” es el nombre de la mencionada disposición. En la misma se recuerda que la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos consagra el derecho del pueblo a hablar libremente en la plaza pública sin interferencia del Gobierno. Luego, se agrega que durante los últimos 4 años, la administración anterior pisoteó los derechos de libertad de expresión al censurar el discurso de los estadounidenses en las plataformas en línea, a menudo ejerciendo una presión coercitiva sobre terceros, como las empresas de redes sociales, para que moderaran, eliminaran de la plataforma o suprimieran de otro modo el discurso que el Gobierno Federal no aprobaba. En ese orden de ideas, se señala que con el pretexto de combatir la desinformación y la mala información, la administración anterior infringió los derechos de expresión protegidos por la Constitución y promovió la narrativa preferida del Gobierno sobre asuntos importantes de debate público. La censura gubernamental del discurso es intolerable en una sociedad libre, se afirma.

 

Luego de esta medida, y profundizando esta tendencia, la administración del presidente Donald Trump dictó diversas normas orientadas a desregular las telecomunicaciones y la Inteligencia Artificial.

 

De este modo, puede apreciarse que desde la irrupción de Internet hasta nuestros días, con diferentes propósitos, la regulación de las comunicaciones en distintos países procuró evitar o limitar fuertemente la intervención del Estado en este sector.

 

 

La deserción democrática

 

Frente a esta visión política y jurídica que procuraba asegurar la libertad de expresión de redes y plataformas existieron otras miradas que ponían el acento en el desmesurado rol que iban adquiriendo estos modernos medios de comunicación en la conformación del debate público democrático.

 

Timothy Garton Ash, por caso, en su libro “Libertad de palabra. Diez principios para un mundo conectado”, publicado en 2017, destacaba la importancia de las grandes empresas de TIC. Al respecto, advertía que si bien es cierto que Google, Amazon, Facebook y Apple (los denominados GAFA) no son países, no caben dudas que son superpotencias. Las decisiones que toman estas empresas en materia de libertad de expresión tienen mayor incidencia que las leyes que dictan los países o las resoluciones de la ONU.[8]

 

Por entonces ya había pasado la euforia, virtualmente ilimitada, de la irrupción de Internet. La red libre, abierta y descentralizada de los comienzos, donde la información y los recursos eran compartidos libremente, mutó, al menos en su versión más pública y visible, hacia una Internet plataformizada, es decir, basada en plataformas cerradas y concentradas. [9]

 

De este modo, pudo apreciarse cómo la transformación del ecosistema digital venía acompañada por nuevos problemas traídos por las plataformas. El carácter oligopólico de los principales actores, como Facebook y Twitter y monopólico en el caso del principal motor de búsqueda como Google pusieron en peligro la deliberación pública. Este panorama mostraba un escenario diferente del ágora ateniense digital que muchos imaginaban en el albor de las redes sociales.[10]

 

En ese orden de ideas, los Relatores para la Libertad de Expresión de la ONU, OEA, Europa y África, el 10 de julio de 2019, publicaron la declaración conjunta denominada: “Desafíos para la Libertad de Expresión en la Próxima Década”, en donde, entre otras cosas, se advierte que las amenazas a la libertad de expresión y al acceso a la información pueden provenir tanto de regulaciones públicas restrictivas, como también por el abuso de poder de parte de los gigantes de la comunicación. En esta inteligencia, el documento de los Relatores, además de condenar enfáticamente todo tipo de regulación estatal que pueda afectar la libertad de expresión, pone énfasis en el creciente poder concentrado de estas empresas privadas, que también pueden erosionar este derecho. Por ello, con el propósito de garantizar la libertad de expresión y el acceso a la información en este complejo escenario, la declaración señala la necesidad de adoptar diferentes medidas. Entre ellas, establecer reglas para remediar la concentración indebida de la propiedad y las prácticas que representen un abuso de la posición dominante de las empresas que proporcionan servicios de comunicación digital.

 

En este contexto, el enorme poder que iban adquiriendo las principales empresas de comunicaciones llevó al presidente Donald Trump, en su primera presidencia, a solicitar la revisión de la mencionada Sección 230, que eximía a los intermediarios por las informaciones proporcionadas por terceros. Entre otras cosas, se ponía de manifiesto que la normativa había sido sancionada en 1996, cuando no existían Facebook, Youtube, Twitter y tantas otras plataformas, por lo cual las reglas establecidas a fines del siglo pasado no parecían ser las más adecuadas para regular a las redes en la actualidad.

 

Diferentes medidas adoptadas por parte Twitter motivaron al presidente Donald Trump a iniciar las acciones legales orientadas a revisar la mencionada Sección 230. La primera de ellas fue etiquetar como dudosa o potencialmente engañosa, la información contenida en un tweet del presidente, en donde se refería al posible fraude que podría tener lugar en las elecciones norteamericanas con el sistema de votación por correo. La segunda decisión de Twitter fue ocultar un tweet de Trump por incitación a la violencia, a raiz de sus dichos vinculados con el asesinato de George Floyd y los posteriores sucesos de Minneapolis. “Cuando comienzan los saqueos comenzarán los tiroteos” fue la frase del presidente norteamericano objetada por Twitter.

 

Los conflictos entre el presidente Donald Trump y las empresas de TIC continuaron hasta el final de su primer mandato. El momento más álgido fue el 6 de enero de 2021, cuando Trump arengó a sus simpatizantes a marchar hasta el Capitolio, afirmando que las elecciones que habían consagrado ganador a Joe Biden eran fraudulentas. La idea era impedir que el Congreso confirmara los resultados del Colegio Electoral. El presidente Donald Trump no logró su objetivo, pero sus partidarios no se privaron de ingresar al Capitolio, destrozar todo a su paso y protagonizar uno de los hechos vandálicos más escandalosos de la historia política norteamericana.

 

Las violentas expresiones del entonces presidente de los Estados Unidos motivaron que Instagram y Facebook decidieran bloquear sus cuentas por tiempo indefinido. Mark Zuckerber justificó la decisión en la pretensión de Trump de utilizar el tiempo que le restaba de mandato para socavar la transición pacífica y legal de su sucesor Joe Biden. Más específicamente, afirmó que no podía permitir “....el uso de nuestra plataforma para incitar a una insurrección violenta contra un gobierno elegido democráticamente”.

 

Twitter, por su parte, invocando similares razones, decidió suspender la cuenta de Donald Trump. Snapchat y Google también adoptaron medidas restrictivas de ciertas publicaciones del presidente norteamericano.

 

Más allá de la mayor o menor razonabilidad de este tipo de medidas, las mismas motivaron encendidos debates políticos y académicos. Al respecto, se formularon diferentes interrogantes: ¿Algunas expresiones debían ser excluidas del debate público? y si es así ¿Quién debía encargarse de ello? Estas inquietudes mostraban la preocupación por el hecho de que la deliberación democrática comenzaba a estar en manos de un pequeño grupo de grandes empresas concentradas.

 

El enorme poder que este tipo de compañías iba adquiriendo, en el plano económico y político, llevó a diferentes autores a esbozar nuevas categorizaciones. Por caso, Yanis Varoufakis hacía referencia al concepto de Tecnofeudalismo, asemejando los señores feudales del medioevo a los actuales titulares de las empresas de TIC, en donde los viejos siervos de la gleba son reemplazados por los nuevos siervos digitales. Dicho autor advierte que las redes y plataformas concentran el capital y el poder en las sociedades, al poseer, además de fuertes ingresos económicos, la información de sus usuarios, por lo cual influyen y condicionan la vida de los mismos. Señala que estamos frente a una nueva forma de capitalismo que se distancia del neoliberalismo. Asimismo, considera esta circunstancia una amenaza para la democracia, dado el poder de estas megaempresas, que superan a los poderes públicos.[11] Otro autor que también hace referencia al concepto de Tecnofeudalismo es Cédric Durand, quien sostiene que el capitalismo neoliberal está dando paso al feudalismo tecnológico, en donde las empresas de TIC concentran el poder económico y controlan la vida de los usuarios a partir de la información que poseen.[12]

 

Por su parte, Maximiliano Zeller trae al debate conceptual la noción de Transhumanismo Corporativo. En primer lugar, advierte que las diferentes posiciones que se etiquetan bajo el nombre de transhumanismo sostienen una hipervaloración de la tecnología. Considera que se trata de un enfoque racionalista, voluntarista y utilitarista que confía en el poder de la ciencia y la razón para resolver los diferentes problemas de la humanidad. De este modo, postula una suerte de utopismo tecnológico que, partiendo de una visión optimista, confía en un progreso tecnológico virtualmente ilimitado. Sin perjuicio de este transhumanismo teórico o académico, Zeller se interesa en describir al Transhumanismo Corporativo, representado por la elite ultra rica de los empresarios tecnológicos radicados en Silicon Valley. Entre ellos, cita a Mark Zuckerberg y su insistencia en crear un metaverso; Elon Musk y su propósito de establecer una colonia en Marte y Raymond Kurzweil, quien se propone explícitamente eliminar la muerte. No obstante, Zeller advierte que tras las declaradas intenciones de salvar a la humanidad se esconde una ideología extremadamente individualista. En tal sentido, afirma que esa ideología californiana que produjo el transhumanismo corporativo se originó en un contexto específico, donde un grupo de individuos vivía en una región con características socioeconómicas y tecnológicas particulares que incentivaban la creencia en una salvación individual y lucrativa.[13] En este orden de ideas, advierte los riesgos para la democracia que supone el constante crecimiento de los dueños de estas megaempresas de TIC, mostrando una preocupación similar a la expresada por Varoufakis y Cédric.

 

Por último, dentro de esta línea de expertos que ponen énfasis en los riesgos institucionales que representan redes y plataformas se encuentra Shoshana Zuboff, quien planteó el concepto de capitalismo de la vigilancia. El mismo consiste, fundamentalmente, en la recolección, procesamiento y utilización de los datos de los usuarios de plataformas y redes sociales para fines económicos, vulnerando la privacidad de los mismos.[14] En su último trabajo: ¿Capitalismo de la vigilancia o democracia? responde a tal interrogante afirmando que se puede tener capitalismo de la vigilancia o democracia, pero no ambos a la vez. La autora cuestiona la supuesta neutralidad de las tecnologías afirmando, por el contrario, la estrecha conexión entre prácticas económicas, desarrollos tecnológicos y transformaciones institucionales. Al respecto, sostiene que el capitalismo de la vigilancia irrumpe y se consolida a través de cuatro etapas.

 

La primera etapa es la de la mercantilización del comportamiento humano, que tiene lugar en el año 2000 cuando las principales redes comienzan a extraer información de sus usuarios a escala masiva. Tiene lugar lo que la autora califica como paradoja de la privacidad, que muestra a las personas preocupadas por sus datos, pero que, a la vez, los ceden voluntariamente. A partir de este conocimiento, las empresas están en condiciones de predecir las conductas de los individuos. Comienza la publicidad dirigida en línea. Por lo demás, los atentados a las torres gemelas en la ciudad de Nueva York, condujeron a una fuerte aceptación social en tolerar la invasión a la privacidad en aras de obtener mayor seguridad. Todo ello contribuyó a permitir una extracción de datos a gran escala por parte de diferentes empresas del Estado y de diferentes empresas de TIC.

 

La segunda etapa tiene lugar con la concentración y procesamiento masivos de los datos recolectados. Se va conformando una suerte de oligarquía del conocimiento en manos de unas pocas empresas. Irrumpe el Big data y el Internet de las cosas. Comienza a formularse la idea de todos los datos; los que están en los teléfonos inteligentes, los que producen los relojes que controlan la salud, entre tantos otros dispositivos. De este modo, se genera una asimetría epistémica, en donde las grandes plataformas no solo monopolizan la información, sino que también determinan lo que es conocimiento válido y útil. Existe un fuerte protagonismo empresarial en los claustros académicos. La universidad de Stanford, ubicada en Silicon Valley, es una de las más representativas de esta tendencia. Explica la autora que en 2016, el 57% de los graduados doctorales en los Estados Unidos ocupaban puestos en la industria, mientras que sólo el 11% lo hacía en puestos universitarios.

 

La tercera etapa muestra la activación del comportamiento a distancia. En este momento no solo tiene lugar una sofisticación en la venta de bienes y servicios y una mayor intromisión en la vida económica de las personas, sino que se orientan determinadas conductas políticas. La propia democracia se vió sacudida por el accionar del capitalismo de la vigilancia. Los casos de Cambridge Anaytica en diferentes procesos electorales, tales como el Brexit en el Reino Unido, la consulta pública por los acuerdos de paz en Colombia, fueron casos emblemáticos de incidencia de las redes en el comportamiento social. Asimismo, en la elección de Donald Trump de 2016, mediante diferentes técnicas informáticas, se indujo a la población negra a no concurrir a votar. Tuvo lugar en esa oportunidad la menor participación de este segmento poblacional en toda la historia política del país.

 

La cuarta etapa, explica Shoshana Zuboff, muestra al capitalismo de la vigilancia buscando convertirse en un sistema autosuficiente que busca, directamente, reemplazar al propio Estado. Se agudiza la competencia institucional entre dos tipos de organizaciones. Existe una ofensiva corporativa contra las instituciones republicanas. Ejemplifica la situación afirmando que mientras nosotros procuramos estructurar las plataformas, las plataformas estructuran nuestras democracias. En ese contexto, se precibe una puja cada vez más visible con la democracia por la gobernanza de la gobernanza.

 

Para Zuboff existió al respecto una verdadera deserción democrática. “El capitalismo de la vigilancia es lo que sucedió cuando la democracia estadounidense se retiró. Fue una ganancia imprevista, nacida de una ideología económica antidemocrática y regalada por líderes democráticos que niegan la democracia…La profundización del orden del capitalismo de la vigilancia propaga el desorden y la desinstitucionalización democrática”.[15]

 

La autora abona la tesis del campo unificado. Ello supone analizar las diferentes facetas del nuevo orden comunicacional como un todo homogéneo. La invasión a la privacidad, la desinformación por diseño, la publicidad en línea, son fenómenos interconectados.

 

Desde esta mirada, Zuboff adhiere a la propuesta regulatoria europea ejemplificada en la Ley de Servicios Digitales, la Ley de Mercados Digitales, el Reglamento de Datos Personales y la Ley de Inteligencia Artificial. “Se rompió la barrera de sonido del aura de inevitabilidad del capitalismo de la vigilancia y dio comienzo a la tarea de afirmar la gobernanza democrática por encima de los gigantes tecnológicos y sus ecosistemas”.[16]

 

Así como Yanis Varoufakis, Cédric Durand, Maximiliano Zeller y Shoshana Zuboff advierten sobre los riesgos para la democracia que representan redes y plataformas digitales, otros autores comparten esa línea de pensamiento crítica hacia las deserciones regulatorias.

 

Por caso, Kate Crawford advierte que la verdadera amenaza es que los sistemas construídos por millonarios logren inclinar la balanza del proceso democrático hacia un poder global sin control.[17] Yuval Noah Harari, por su parte, señala que “Si unos algoritmos ininteligibles se apoderan de la conversación y, en concreto, si desbaratan los argumentos razonados y fomentan el odio y la confusión, no se podrá mantener el debate público. Pero si las democracias acaban por desmoronarse, lo más probable es que no sea a causa de ningún tipo de inevitabilidad tecnológica, sino de un fracaso humano a la hora de regular con sensatez las nuevas tecnologías”.[18]

 

 

Conclusión

 

Se han presentado dos propuestas regulatorias de plataformas y redes sociales que implican dos líneas de pensamiento antagónicas. Por un lado, la teoría clásica, por la cual se procuró, fundamentalmente, asegurar la libertad de expresión en dichos medios. Originada en las obras de John Stuart Mill y John Milton, Sobre la Libertad y Areopagítica, respectivamente, dichos postulados se consolidaron con la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos. Se materializó luego en el instituto del mercado libre de ideas. Todo este bagaje ideológico fue aplicado a los medios de comunicación tradicionales y luego a los nuevos actores del ecosistema digital. Con el telón de fondo de las ideas de Milton Friedman y Friedrich Hayek en lo económico y de Robert Nozik en el plano jurídico se fue construyendo un esquema institucional que proponía una regulación proclive a la libertad de expresión, o bien, directamente, la ausencia regulatoria, como una forma de asegurar ese derecho.

 

En el otro extremo ideológico, autores como Yanis Varoufakis, Cédric Durand, Shoshana Zuboff, Kate Crawford y Yuval Noah Harari, entre otros, consideran que aquella propuesta legislativa, bajo una concepción maximalista y naif de la libertad de expresión, constituyó una verdadera deserción democrática que condujo a una extralimitación del poder de las megaempresas de TIC. Harari define a este modelo normativo como la idea ingenua de la información. Desde estas miradas, la propuesta regulatoria europea, amplia y abarcativa, es considerada una forma de reinstitucionalizar el espacio digital desde una perspectiva democrática.

 

En suma, parecería que estas dos concepciones ideológicas no representan solamente una discrepancia regulatoria en torno a la libertad de expresión de redes y plataformas, sino que disienten sobre el alcance y significado del propio sistema democrático.

 

 

Bibliografía

 

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Zeller. M. (2024). IA y transhumanismo. En Ok, Pandora. Seis ensayos sobre inteligencia artificial. Buenos Aires. El Gato y la Caja.

 

Zuboff. Shoshana. (2020) La era del capitalismo de la vigilancia. Buenos Aires. PAIDOS.

 

Zuboff. Shoshana. (2025) ¿Capitalismo de la vigilancia o democracia? Una lucha a todo o nada en la era de la información. Buenos Aires. Universidad Nacional de General San Martín.

 



(*) Abogado. Doctor en Derecho. Docente de posgrado en medios de comunicación.

[1] Sorman. Guy. (1983). La revolución conservadora. Editorial Atlántida. Buenos Aires. Pag. 190

[2] Gates Bill. (1995). Camino al Futuro. Mc Graw Hill. Buenos Aires. Pag. 180.

[3] UIT. (1999). Tendencias en las reformas de telecomunicaciones 1999. Convergencia y Reglamentación. Ginebra, Suiza.

[4] Declaración de independencia del ciberespacio. 1996.

[5] Reno Attorney General of US v. American Civil Liberties. US 26/6/1997.

[6] Vomaro. G. (2023). Tecnología y participación política: los vaivenes de una promesa. En Democracia en red. Internet, sociedad y política en Argentina. Andrea Ramos Compiladora. Secretaría Legal y Técnica. NIC.ar. Buenos Aires.

[7] Bravo. Jorge. (2025) Destino manifiesto digital e imperialismo tecnológico. Trump is back. El destino manifiesto digital y la tecnología como armas del nuevo imperialismo. DPL News.

[8] Ash. Timothy Garton. (2017) Libertad de palabra. Diez principios para un mundo conectado. Editorial Tusquets

[9] Martínez Elebi. C. (2023). Estar conectados en democracia. En Democracia en red. Internet, sociedad y política en Argentina. Andrea Ramos Compiladora. Secretaría Legal y Técnica. NIC.ar. Buenos Aires.

[10] Pallero. J. (2023). Internet, del reduccionismo a las soluciones adecuadas. En Democracia en red. Internet, sociedad y política en Argentina. Andrea Ramos Compiladora. Secretaría Legal y Técnica. NIC.ar. Buenos Aires.

[11] Varufakis. Y. (2024). Tecnofeudalismo. El sigiloso sucesor del capitalismo. Buenos Aires. Deusto

[12] Duran. C. (2021). Tecnofeudalismo. Crítica de la economía digital. España. La Cebra casa editora.

[13] Zeller. M. (2024). IA y transhumanismo. En Ok, Pandora. Seis ensayos sobre inteligencia artificial. Buenos Aires. El Gato y la Caja.

[14] Zuboff. Shoshana. (2020) La era del capitalismo de la vigilancia. Buenos Aires. PAIDOS.

[15] Zuboff. Shoshana. (2025) ¿Capitalismo de la vigilancia o democracia?. Una lucha a todo o nada en la era de la información. Buenos Aires. Universidad Nacional de General San Martín. pag. 107/108.

[16] Zuboff. Shoshana. (2025) ob. cit. pag. 111.

[17] Crawford. K. (2022). Atlas de la inteligencia artificial. Poder, política y costos planetarios. Buenos Aires. Fondo de Cultura Económica.

[18] Harari. Yuval Noah. (2024). Nexus. Una historia de las redes de información desde la Edad de Piedra hasta la IA. Debate. Buenos Aires. Penguin Random House. Grupo Editorial. . Pag, 403